** El presente texto es una inspiración de la periodista del Inces en el estado Zulia, Yudith Castro
Han transcurrido 5 años de su partida y aún la herida no cicatriza. Cuando se fue, pensé que mi vida no tenía sentido, que la lucha se había acabado, pero tiempo después entendí, que como buena guerrera tenía que seguir aunque el líder se hubiera marchado a un viaje sin retorno. Entendí que su muerte no significaba el fin, sino el comienzo de nuevas luchas. La muerte no podrá borrar su pensamiento ni su ejemplo, al contrario, se convirtió en el timón de muchos venezolanos y venezolanas que ahora luchamos por construir el sueño bolivariano: lograr un mundo más humano, sueño que él nos contagió como una epidemia a los millares de venezolanos que lo seguimos.
La primera vez que lo vi fue el 4 de febrero de 1992. Tenía 13 años. Los canales de televisión no cesaban de repetir lo ocurrido la madrugada de ese día. No comprendí lo que estaba pasando. Lo que me impactó de los sucesos de ese día fueron las palabras que ese hombre llamado Hugo Chávez Frías dijo: “Compañeros, lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital. Es decir, nosotros acá en Caracas no logramos controlar el poder. Ustedes lo hicieron muy bien por allá, pero ya es tiempo de evitar más derramamiento de sangre, ya es tiempo de reflexionar y vendrán nuevas situaciones y el país tiene que enrumbarse definitivamente hacia un destino mejor. Yo, ante el país y ante ustedes, asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano”.
Me pareció un hombre muy valiente porque se responsabilizó por todo lo acontecido, hasta ese momento ningún representante del Gobierno de la época había hecho algo semejante, pues se proyectaban como personas honorables, exento de toda equivocación. Eran como si no fueran humanos. Chávez se parecía a nosotros.
Crecí frente a una caja parlante, la televisión. Era adicta a los programas banales y a las novelas que en nada aportaban para mi formación como ciudadana. No me enseñaron los principales valores de la vida; la solidaridad, el trabajo en colectivo, el amor al prójimo, amar nuestro país y nuestra cultura, entre otros. No nos enseñaron que teníamos deberes y derechos. Los pobres de este país desconocíamos lo que era una Constitución, parece un chiste ahora, algo impensable, pero era la realidad de ese momento.
El único fin de los medios era mantener adormecida a la población. La generación de los noventa creció admirando los logros de otros, viviendo la vida de otros, pero no pensando en ejercer acciones propias para transformar su entorno desde sus comunidades. Eso era imposible. El que es pobre es producto de los designios de Dios y nada puede hacer el Estado, esa era la premisa que todos validábamos como cierta.
En la escuela nos enseñaban a memorizar y a repetir como loros. La reflexión en los procesos de enseñanza no tenía cabida. No había escapatoria, era un país de loros de todo tipo, cacatúas, los “agapornis”, los guacamayos y los periquitos.
Estábamos atados de mano pensando que el Estado debía resolver todos los problemas y nosotros solo debíamos cumplir con nuestro voto. Desconocíamos el verdadero significado de lo que era la participación protagónica. Hasta ese momento creíamos que participábamos. Nada más lejos de la realidad. O mejor dicho, participábamos de la desigualdad, del hambre, de la exclusión…
Mi primer voto fue para él, pero confieso que ejercí mi derecho al sufragio, no porque comprendiera lo que el decía en cada discurso. Vote por él porque me caía bien, porque me simpatizaba, tenía carisma. Criterios que no son válidos a la hora de elegir a determinada persona a un cargo público y mucho menos para elegir a un Presidente. Pero eso eran los argumentos que empleábamos los venezolanos y venezolanas que conformaban la clase pobre de este país en la década de los noventa, pues carecíamos de una cultura política. Pero así lo hice en 1999, voté por el Quijote de Barinas, el llanero de pura cepa.
Cuando se realizaron las elecciones presidenciales en 1999, tenía 22 años. Y a esa edad ignoraba para qué servía el Congreso Nacional, hoy Asamblea Nacional, qué era la Soberanía, qué era un referendo y mucho menos qué era una Constituyente. Sabía de política lo que sé de medicina, ¡nada!. No tenía conciencia política y así como yo, muchos otros. Pero llegó Chávez y empezó a hablarnos de eso en cada alocución. Empezó a hablarnos de revolución. Y aprendimos que las revoluciones logran cosas que parecían imposibles.
Además de lo antes expuesto, no amaba a mi país. Era un fastidio cantar el Himno Nacional, no estaba identificada con nuestros símbolos patrios. Me avergonzaba ser venezolana, añoraba haber nacido en otra nación, pero el Pajarito Naranjero como le decía la abuela Rosa supo impregnarnos de su amor a la patria.
Chavez lleno mi vida de esperanzas en medio de una sociedad caracterizada por la individualidad y el egoísmo. Había crecido escuchando frases como: “sobrevive el más fuerte”, “roben y dejen robar”, “póngame en donde hay”, que de lo demás me encargo yo, propio del la cultura generada por el pacto de Punto Fijo. Reinaba la exclusión, la competencia malsana y la discriminación. Estudiaba el que podía pagar, no el que lo deseara. Sentía mucho miedo… hasta que llegó el Comandante y me enseñó que sí era posible construir, entre todos, un mundo más humano donde prevalecieran los valores socialistas.
Este maestro innato se valió de todas las estrategias para enseñarnos. Imagínense que creó un programa de televisión llamado Aló Presidente. Algunos lo tildaron de loco. Sí, estaba loco pero de enseñarnos. Durante seis horas o más, Chávez dialogó, tuteó a los radioescuchas, narró con detalles, se adelantó y a veces superpuso historias, polemizó, puso a pensar y convenció, era parte de su estilo para enseñar. Este programa garantizó un vínculo directo con el pueblo y, una clase sobre historia, geografía, matemática, política y deportes, entre otras. Chávez se convirtió en el maestro del niño, niña, del joven, del adulto, del viejito o viejita, se transformó en el maestro del pueblo porque hablaba como nosotros, sin tanto tecnicismos o palabras rebuscadas.
Por eso me enamoré del Tribilín de Barinas, de ese hombre que no se avergonzó de su origen humilde, de ese hombre luchador que asumió, desde niño, la responsabilidad de trabajar endulzando la vida de sus compañeros de aula y de sus vecinos con su famosas arañas: dulce de lechosa, elaborado por las manos sabias de mamá Rosa y por lo que cariñosamente sus amigos le decían El Arañero de Sabaneta.
YC